Portfolio LLCER Espagnol - Como logran los artistas distorsionar o trascender la realidad?
Publié le 17/06/2025
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Ndong Alene
LLCER
Elena Samanta Andeme
DOSSIER
¿Cómo logran los artistas distorsionar o trascender la
realidad?
2024-2025
INDICE
Documento 1: Fragmento de la novela, Como Agua Para Chocolate, Laura
Esquivel, 1989.
(Obra integral / texto literario)
Documento 2 : Fragmento de Continuidad de los parques , Julio Cortázar,
1964
(texto literario)
Documento 3 : Fragmento de la novela Don Quijote de la mancha, Miguel
de Cervantes, 1605
(Texto literario)
Documento 4 : Obra La persistencia de la memoria, Salvador Dalí, 1931
(Obra de arte visual)
Documento 5 : Artículo extracto de , publicado por La Mente es Maravillosa, 06 Agosto
2023.
(Texto no literario)
Documento 6 : Obra El beso de Ouka Leele , 1980
(Obra de arte visual)
Lo único que la animaba era la ilusión del refrescante baño que la esperaba,
pero desgraciadamente no lo pudo disfrutar pues las gotas que caían de la
regadera no alcanzaban a tocarle el cuerpo: se evaporaban antes de rozarla
siquiera.
El calor que despedía su cuerpo era tan intenso que las maderas
empezaron a tronar y a arder.
Ante el pánico de morir abrasada por las llamas
salió corriendo del cuartucho, así como estaba, completamente desnuda.
Para
entonces el olor a rosas que su cuerpo despedía había llegado muy, muy lejos.
Hasta las afueras del pueblo, en donde revolucionarios y federales libraban una
cruel batalla.
Entre ellos sobresalía por su valor el villista ese, el que había
entrado una semana antes a Piedras Negras y se había cruzado con ella en la
plaza.
Una nube rosada llegó hasta él, lo envolvió y provocó que saliera a todo
galope hacia el rancho de Mamá Elena.
Juan, que así se llamaba el sujeto,
abandonó el campo de batalla dejando atrás a un enemigo a medio morir, sin
saber para qué.
Una fuerza superior controlaba sus actos.
Lo movía una
poderosa necesidad de llegar lo más pronto posible al encuentro de algo
desconocido en un lugar indefinido.
No le fue difícil dar.
Lo guiaba el olor del
cuerpo de Gertrudis.
Llegó justo a tiempo para descubrirla corriendo en medio
del campo.
Entonces supo para qué había llegado hasta allí.
Esta mujer
necesitaba imperiosamente que un hombre le apagara el fuego abrasador que
nacía en sus entrañas.
Un hombre igual de necesitado de amor que ella, un
hombre como él.
Gertrudis dejó de correr en cuanto lo vio venir hacia ella.
Desnuda como estaba, con el pelo suelto cayéndole hasta la cintura e
irradiando una luminosa energía, representaba lo que sería una síntesis entre
una mujer angelical y una infernal.
La delicadeza de su rostro y la perfección de
su inmaculado y virginal cuerpo contrastaban con la pasión y la lujuria que le
salía atropelladamente por los ojos y los poros.
Estos elementos, aunados al
deseo sexual que Juan por tanto tiempo había contenido por estar luchando en
la sierra, hicieron que el encuentro entre ambos fuera espectacular.
Él, sin dejar
de galopar para no perder tiempo, se inclinó, la tomó de la cintura, la subió al
caballo delante de él, pero acomodándola frente a frente y se la llevó.
Como Agua Para Chocolate, Laura Esquivel, 1989
Había empezado a leer la novela unos días antes.
La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes.
Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles.
Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta
que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó
que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a
leer los últimos capítulos.
Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano,
que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles.
Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose
ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue
testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba
las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada.
Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre.
Hasta esas caricias que enredaban el
cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada
había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.
A partir de esa hora
cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido.
El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los
esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña.
Ella debía seguir por la senda
que iba al norte.
Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla
correr con el pelo suelto.
Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los
setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba
a la casa.
Los perros no debían ladrar, y no ladraron.
El mayordomo no estaría
a esa hora, y no estaba.
Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la
sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una
sala azul, después una galería, una escalera alfombrada.
En lo alto, dos puertas.
Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda.
La puerta del salón, y
entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un
sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Continuidad de los parques, Julio Cortázar, 1964
Capítulo VIII
Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en....
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